Patagónico y periodista. Apasionado por los autos e hincha de Independiente. Viajero frecuente de todas las rutas argentinas y socio ACA, conversamos con Mario Markic, conductor de “En el camino”, el clásico programa de TN. Marcado desde la infancia por las carreras de autos y las transmisiones radiales de todo el país que escuchaba en su Río Gallegos natal, el periodismo le permitió cumplir el sueño de conocer el país como la palma de su mano.
En las extensiones casi infinitas de la Patagonia, nació Mario Markic, hijo de un croata, Mirko Markic, que se instaló en Río Gallegos, Santa Cruz y abrió un almacén de ramos generales. Mario es el menor de cinco hermanos y creció en esa tierra de inviernos crudos y vientos vehementes. Pasó la infancia con la oreja pegada a la radio, siguiendo las transmisiones de las competencias de Turismo Carretera y los relatos de los partidos de fútbol, en particular los de su amado Independiente. Sin embargo, como todo niño de su tiempo, esa época en la que la televisión daba sus primeros pasos, Mario Markic no solo fue un frecuente oyente de radio, sino también un curioso lector. Aprovechó su condición de “benjamín de la casa” para leer las revistas deportivas y políticas de sus hermanos varones, también las revistas del corazón y del espectáculo de su hermana y las horas de clase para animarse a los más grandes ejemplos de las letras, como el Hamlet de Shakespeare. Por entonces, Río Gallegos era un pueblo con calles que empezaban a asfaltarse, cuando el pequeño entraba a la escuela primaria. En ese pueblo surcado por camionetas, como la Chevrolet de su papá, autos de cola grande y clubes que oficiaban de punto de encuentro, crecía Mario Markic. No fue un estudiante dedicado (más bien lo contrario, ya que fue un repetidor frecuente y dos veces lo echaron del colegio), sin embargo, era un chico curioso que prestaba atención a las conversaciones de los mayores.
Durante el servicio militar, terminó el secundario y luego viajó a Buenos Aires para estudiar periodismo. Desde entonces, trabajó en redacciones (desde el diario La Opinión Austral a la revista Gente, para la que cubrió la guerra de Malvinas), hizo radio y, por supuesto, televisión. En 1992, fue convocado para ser parte de Telenoche, el noticiero de El 13 y, a partir del 1 de junio de 1993, es uno de los rostros de TN. En 1996, en esa pantalla, se estrenó su programa “En el camino”, por el que ganó múltiples premios, incluido el Martín Fierro de Oro al cable en 2015. Más allá de los premios, es uno de los hombres que se ganó el respeto y admiración de los colegas, tanto de parte de sus contemporáneos como de las nuevas generaciones. Es de esos próceres de las redacciones, esos hombres que son una suerte de manual de estilo, de libro de consulta, pero viviente.
Además del periodismo e Independiente, lo apasionan el golf y los autos. Creció entre autos, sentado en el regazo de su padre, fantaseando que manejaba, admirando a los pilotos de Turismo Carretera y a los de Fórmula 1. Es que, como señala el personaje de Guillermo Francella en la película El secreto de sus ojos, lo único que no se cambia son las pasiones y Markic no es la excepción: armó una colección de autos en escala, se enamoró de un auto, grande y exótico (porque la marca que lo fabricaba quebró a mediados de los años 60, acorralada por la competencia desigual con gigantes como Ford, Dodge, General Motors), y se propuso que fuera suyo. Fue un amor a primera vista, aunque tomó tiempo que llegara a sus manos. Pero esa es una historia para más adelante. Lo cierto es que Mario Markic, además de tener auto y carnet de conductor, sabe de autos, de su historia y de lo que representaron en la transformación del país.
Volante en mano, recorrió la Argentina una y mil veces. Como patagónico, ya tenía kilómetros acumulados, pero luego el ejercicio periodístico lo hizo “sumar millas” y lo convirtió en un pasajero frecuente en las rutas argentinas. Su amor por los autos tiene lógica, ya que, incluso antes de que naciera, los automóviles eran una máquina pero también una metáfora de independencia y modernidad. Para algunos, los autos eran un símbolo de estatus y para otros, entre ellas las pioneras del volante, eran un símbolo de liberación. Pero también, para nativos de tierras que parecen no tener fin, como Markic, los autos era un medio de transporte y, en definitiva, una herramienta para facilitar el progreso. El automóvil permitía llegar a aquellos rincones a los que el ferrocarril no alcanzaba. De autos, de viajes, de libros y del nuevo mundo que devino con la pandemia, hablamos con Mario Markic, pluma dorada del periodismo y ciudadano ilustre de las rutas del país.
¿Tenés una idea aproximada de cuántos kilómetros recorriste en la Argentina?
Dos millones de kilómetros, más o menos. A 26 viajes por año, entre aviones y vehículos por caminos, durante unos 30 años de viajes.
Como has viajado tanto, ¿te queda algún lugar pendiente por visitar?
Lugares quedan, pero no “perlas negras”, que quedaron pendientes de todas las que quise hacer. Fui dos veces a la Antártida, hice el Cruce los Andes por el camino de San Martín, fui al medio de la cordillera donde cayó el avión de los rugbiers uruguayos en 1972. También fui a la Puna más profunda, subí montañas y llegué a volcanes (por ejemplo, al Corona del Inca, en La Rioja, que tiene 5200 metros de altura). Fui dos veces a la Isla de los Estados, dos veces a las Malvinas y tres a Martín García. La Patagonia la recorrí toda, por adentro, por la cordillera y por la costa. Viajé por toda la Ruta 40 y la ruta 3. También estuve en todas las provincias, en sus lugares más recónditos y muchas veces en cada una de ellas. Navegué por sus ríos y lagos. Y, naturalmente, conozco todos los lugares considerados maravillas turísticas. La verdad es que puedo seguir contando historias que es lo que me gusta hacer.
Como viajero experimentado, si tuvieras que armar un recorrido para un turista principiante ¿cuáles serían los cinco destinos imperdibles del país que le recomendarías?
Siempre es odioso dejar sitios afuera, pero por razones paisajísticas uno puede imaginar que son imperdibles los glaciares, las cataratas, la costa atlántica con, Mar del Plata a la cabeza, Salta con los Valles Calchaquíes, Bariloche y Ushuaia. Ahora, para quienes ya conocen esos lugares, es imperdible toda la Ruta 40 y también los pueblos recónditos de la Puna (un viaje esforzado por la altura, 3500 a 4500 metros). En la lista también incluyo al Impenetrable Chaqueño, a los Esteros del Iberá (¡nunca vas a ver más animales al aire libre que ahí, incluido el Amazonas, donde estuve tres veces!) y la costa brava de la Patagonia, desde Viedma a Río Gallegos. No puede faltar Catamarca, que es un tesoro, sobre todo los “Campos de Piedra Pómez” y Córdoba (cualquier lugar de esa provincia) y el imperdible de Mendoza: la reserva La Payunia, donde se ven 600 volcanes al alcance de la mano.
Si hacemos un viaje a tu pasado, ¿cuándo descubriste que te apasionaba viajar?
Una vez, cuando estaba en el último curso del primario, fuimos de campamento desde Río Gallegos hasta el Glaciar Perito Moreno, unos 300 kilómetros de viento, polvo y soledad, en colectivo y camiones del Ejército, porque todo era ripio y había que vadear ríos y arroyos. Fuimos en carpas y nos hacíamos la comida y repartíamos el trabajo. Pusimos las carpas en la orilla del glaciar que se derrumbaba día y noche con gran estruendo muy cerca de nosotros (una cosa demencial, porque hoy hay pasarelas) y llegamos a trepar por el hielo. Fue mi primera experiencia de viaje y fue inolvidable. En paralelo, escuchaba carreras de autos, de Turismo de Carretera y los Grandes Premios de fin de año, los autos recorrían buena parte del país por etapas, y ahí escuchaba por la radio de la existencia de pueblos y pueblitos. La resonancia de sus nombres, Chilecito, Antofagasta de la Sierra, Tulumba, Cachi, Cafayate, Atamisqui, me persiguió durante años. Me dije: “algún día voy a conocer esos lugares”. El periodismo me permitió hacer realidad mi sueño. [Ver recuadro sobre carreras de autos.]
Hasta adentrado el siglo XX, viajar era patrimonio de una minoría. ¿Cuáles son los pros y los contras de la masificación del turismo?
Es inevitable la masificación con el paso de los años. Lo bueno de ser “pionero” es que parece que sos dueño de un secreto. Por ejemplo, conozco mucho la inaccesible costa este de Tierra del Fuego, donde no hay caminos para llegar, un lugar mágico, lleno de naufragios. Pero he contribuido a dar a conocer lugares a los que el turismo ha llegado gracias a verlo por la tele y no por la acción de los gobiernos. En general, los gobiernos van detrás y piensan en la masificación y en lo que económicamente puede generar un sitio (en cantidad de hoteles, camas, tours, agencias), pero no consideran el recurso natural. Esa conducta desafortunada lleva al crecimiento desmesurado de sitios, pero después no se puede controlar ese desarrollo. Hay muchos lugares donde se robaron tesoros arqueológicos, donde hicieron estropicios en la selva. No se cuida la señalética. No estoy de acuerdo con las políticas turísticas planificadas en cualquiera de los gobiernos que han pasado, este incluido. Hay que tener en claro que el turismo hoy está muy diversificado: tanto uno quiere ir a sitios para disfrutar el ocio, panza arriba en una playa, como para sumergirse en el silencio más absoluto o esperar horas para ver pájaros o animales que solo con mucha paciencia uno puede llegar a ver. Sin embargo, el gran problema es el crecimiento descontrolado de los pueblos y ciudades que ofrecen servicios: una aldea de montaña, por ejemplo, debería tener planes regulatorios de cierta arquitectura típica. Las aldeas marítimas, lo mismo. Los pueblos mágicos o encantados argentinos, como Iruya, Moisesville, Tulumba (existen en muchos países pueblos mágicos) deberían cuidar el patrimonio y eso incluye modismos, costumbres ancestrales, comidas. Ese cuidado implica educación. Por lo general, no veo que las personas más idóneas asuman como responsables de las áreas de turismo en el país, lamentablemente.
En el momento de mayor esplendor de la industria turística el mundo se detuvo por la pandemia. ¿Cómo viviste este tiempo en el que debimos quedarnos en casa?
Muy mal. Tenía planificado el año entero, prácticamente, y debí parar en marzo. en el segundo viaje. Estaba en Tierra del Fuego. Había dividido el año de acuerdo con las estaciones, porque los años de experiencia me indicaron que es lo mejor para aprovechar mejor las regiones de nuestro país. Por suerte, la Argentina es tan grande que contiene no menos de diez regiones claramente distintas, que tienen su momento de resplandor en determinadas épocas del año. Intenté trabajar en Buenos Aires, pero no puedo hacer muchos programas de la ciudad, no es el estilo de mi programa. Eso se fue agravando con el paso de los meses, porque pensé que esto iría diluyéndose con el mero curso del tiempo. Ahora soy consciente de que hay cosas que han cambiado. No sé si para siempre, pero cambiarán muchas cosas. Modos y modas, por ejemplo.
Como “viajero frecuente”, ¿Te parece que, una vez superada la pandemia, habrá un efecto rebote en la demanda de viajes? En ese caso, ¿cómo imaginas que serán los viajes y los viajeros postpandemia?
Es difícil. Me lo pregunto todos los días. Si cambian los besos, los abrazos fraternales, compartir comidas, bombillas, cercanías, es evidente que complica los viajes. Los últimos meses lo experimenté en los hoteles a los que pude ir. Por ejemplo, el barbijo, para mi programa, es una imagen necesaria por precaución, pero muy nociva porque el mensaje que llega es el del cuidado por la posibilidad de la enfermedad. Y no tiene nada que ver con la amabilidad del programa, con la vida en libertad al aire libre, el disfrute. Remite, sin dudas, a la enfermedad. Todavía es prematuro para saber cómo serán los viajes del futuro. Con todo mi corazón, ruego que podamos volver a 2019. Y lo más pronto posible. Creo que todos todavía piensan en esa posibilidad. Ojalá.
Viajar no es solo trasladarse en el espacio y los autos son mucho más que máquinas. ¿Qué impacto tuvieron los viajes en tu patrimonio emocional? ¿Cuán independiente te sentiste al volante de tu primer auto?
Los viajes, en principio, son transformadores. Primero, como periodista, un solo viaje me enseñó mucho más que una semana en la Escuela de Periodismo, en la que estudié tres años. Uno no vuelve igual de ese tipo de experiencias. Conocer, aprender, abrirse a lo desconocido es enriquecedor. Te vuelve más tolerante, más comprensivo, más mundano, pero a la vez te lleva a entender códigos culturales absolutamente desconocidos y a respetar, por ejemplo, a la Pachamama, a los tiempos de los hombres y mujeres de la Puna que tienen esa parsimonia al hablar. Es que, como nosotros en el llano, estamos condicionados por el entorno. Al respecto, Sarmiento dijo algo muy claro cuando habló de la importancia del “determinismo geográfico” que te acompaña por el resto de tu vida. Es una marca de origen, como los productos, como los vinos. Uno viene de determinado lugar y está formateado por la influencia del entorno. Sos como sos porque cada uno es todo lo que ha sido. Y una parte de esa vida permanece para siempre, aunque tus seres queridos, tu vida adulta, tus hijos y todo lo que ocurre a diario te modifique, pero el gen perdura. El viaje a mí me dio de comer, hablando en términos casi vulgares. Fue una forma de vida. Pero la mejor. Es la forma que elegí, la que disfruté, la que disfruto. Soy un viajero de la soledad. Soy como un actor que tiene por escenario a todo el país. Buenos Aires es hoy mi casa, pero desde hace treinta años soy como los aviones en Aeroparque: salen todos los días, pero duermen en casa. Imaginá que, como dice el tango sobre los bares, “sobre tus mesas que nunca preguntan, aprendí filosofía, dados, timba y la poesía cruel de no pensar más en mí”, ¡en mi vida fueron los viajes que echaron luz sobre tantas cosas! Los viajes me pusieron luz sobre la tierra guaraní, la calchaquí, la tehuelche, las historias de familias patricias y las de los inmigrantes, tanto como las historias de judíos, protestantes, católicos, ateos y agnósticos. Así supe de batalladores y médicos rurales y campeones de la vida como de miserables y guerreros de toda laya. Mi aprendizaje es permanente. Aprendo todos los días. Soy dueño de todo un folklore que, creo, a esta altura, es mi cuenta bancaria. Diría que mi capital, mi cuenta bancaria, son los viajes.
Ping pong
¿Playa o montaña?
Playa. Para descansar, Punta del Este, desde hace veinte años. Playa para temblar de emoción, los acantilados de la Patagonia.
¿Viajero diurno o nocturno?
Diurno. Veo más lejos.
¿Música de fondo o silencio de ruta?
Los sonidos del silencio, mejor. Aunque una zamba en Salta suena tan apropiada como un tango en Buenos Aires. Pero poco. Mejor el silencio. También es aprendizaje.
¿El ACA favorito de la Argentina?
Ahora el de Tagle y Libertador, porque queda cerca de casa y es muy eficiente, con buena atención. Pero en mis viajes, recuerdo todas las estaciones con ese tótem que tenía un mapa como la llegada a un oasis. Sobre todo, si había hoteles robustos en medio de la nada como en Valle Grande, cerca del Valle de la Luna, San Juan, y la estación de Anillaco, en La Rioja. Barreal y muchos otros lugares polvorientos tenían presencia del ACA y eso nos cambiaba la vida a los viajeros. Ni el ACA sabe lo que ha hecho por el país. Y por mí. Las carreras de autos, como el ACA difundiendo sitios y lugares recónditos, fueron abriendo caminos. Fue algo impagable para mí, como para todos los viajeros. Tal vez los jóvenes no tengan idea de lo que fue eso. Y es una pena. Era un oasis en el desierto. Eso era el ACA. Y lo sigue siendo. Una construcción del país, desde el lado privado. El ACA llegaba donde no llegaba el estado, nada menos. [Ver Recuadro.]
¿Viaje planificado o viajero espontáneo?
No planifico mucho. Tampoco salgo a lo que venga. Soy un intermedio.
¿Conductor de ruta o conductor “todoterreno”?
En la ruta me siento mejor. Y en la soledad.
¿Equipaje liviano o viajero de mil maletas?
Llevo mucha ropa, en general. Influyó mi mujer en los viajes de ocio, que no son muchos. Pero, habitualmente, llevo muchas cosas que tal vez no llegue a usar, por ejemplo: lupas, linternas, gorros, bronceador, medicamentos varios y para la altura, si puedo, me llevo un tubito de oxígeno para sentirme protegido del pánico por la falta de aire que a veces no deja dormir.
¿Viajero solitario o viajero de grupo?
Me tocó viajar con equipos reducidos (cuatro personas de máximo) a lo largo de mi vida profesional. En general, somos tres, y cuando trabajaba en revistas, éramos más. Pero soy de viajar mucho en grupo. Por ahí, para un fin de semana, ir a algún lado a jugar golf, pero no son viajes muy largos.
¿Qué libros de crónicas de viajes marcaron tu vida?
Naturalmente, En el camino, de Jack Kerouac, es el primero. También los libros de Ryszard Kapucinsky, ese gran narrador polaco que contó toda la liberación colonial de África como nadie. Al pie de un volcán te escribo, de Alma Guillermoprieto, la escritora mexicana, también es buena. Joseph Conrad (La línea de sombra, El corazón de las tinieblas) y sus viajes, que inspiraron a Francis Ford Coppola para hacer Apocalyse now. De acá, Leila Guerreiro es muy buena y Carolina Reymundez también. Y después, las novelas negras policiales. O los libros del llamado “nuevo “periodismo norteamericano, desde Gay Talese a Truman Capote y Tom Wolfe. Muchos de esos libros, como los de Hunter Thompson, también son de viajes.
¿Cuál fue el auto que más quisiste?
Lo quiero, ¡porque lo tengo! Es un Studebaker Silver Hawk, ocho cilindros, cupé, de 1957. Lo vi de chico en Río Gallegos (los autos americanos llegaban allí porque venían libres de impuestos) y soñé con tenerlo de grande. El sueño se hizo realidad. Tiene valor emocional, pero también histórico. El diseñador, Raymond Loewy, fue un capo total. Hizo locomotoras, heladeras, diseñó la cápsula Apolo 11 que llegó a la Luna, el interior del avión presidencial de John Kennedy, los ómnibus Greyhound, y los logos de los cigarrillos Lucky Strike, de la petrolera Shell y la botella de Coca Cola con formas sinuosas, como reproduciendo el cuerpo de una mujer, tal como la conocemos. Genio total Loewy. Hay autos más importantes que mi Studebaker, muchos, pero más lindos, no creo.